Jugar la muerte es proyectarla hacia afuera, simbolizarla como acto
singular donde lo imposible se posibilita como ficción y representación.
Al hacerlo, el niño experimenta lo que podríamos denominar una doble
muerte: la muerte de la vida –hace de cuenta de que muere– y la muerte
de la muerte –hace de cuenta que revive–. En estos juegos el niño
transita en una dialéctica en suspenso: suspendido entre la vida y lo
mortal. Entre el movimiento y lo inmóvil, los niños juegan en el
intersticio. Jugar a la muerte es romper la certeza que ella conlleva e
introducir la duda en su fecunda veracidad. Es pensarla, perder el miedo
y resignificarla con imágenes, fantasías que procuran representarla en
la ficción...
Cuando un niño no puede jugar a su propia muerte, porque no puede hacer
de cuenta que está muerto o porque se inhibe e inmoviliza por el
espanto, no sólo no puede pensar en ella sino que está impedido de tomar
distancia y separarse de lo mortal: al no representar la muerte, ella
se presentifica en la inhibición, el bloqueo corporal, la inestabilidad
psicomotriz o la organicidad.
como bien se sabe, toda representación disminuye la leyenda.
representaba un aprendizaje inigualable; se trataba de una enfermedad
que daba tiempo para morir, y que le daba a la muerte tiempo para vivir,
tiempo para descubrir el tiempo
[Jen Poon, Dead Boo; foto o collage o noseqé de Th. Hirschhorn]
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